Los impuestos medioambientales parten de la idea, bastante aceptada entre los economistas, de que el ‘castigo fiscal’ de determinadas actividades o productos es capaz de modificar los hábitos de los agentes económicos, desincentivando prácticas productivas no sostenibles o contaminantes.
En general, la actuación de los poderes públicos en materia fiscal medioambiental busca alguno de los siguientes objetivos:
- Incremento del coste de los ‘inputs’ de una industria. En esta tipología nos encontraríamos impuestos a determinadas fuentes de energía (carbón, derivados del petróleo) o tasas por emisión de gases o residuos.
- Incremento del precio de los servicios o bienes ofertados por una industria. Nos estamos refiriendo, por ejemplo, a impuestos indirectos sobre el precio de determinados bienes contaminantes, para castigar su consumo, o directamente gravámenes a la generación de CO2 u otros contaminantes.
- Financiación de actividades de limpieza, depuración o regeneración ambiental mediante tasas a toda la población o a determinados sectores empresariales.
- Bonificación de actividades alternativas a las contaminantes (‘conductas sostenibles’), para otorgarles ventajas competitivas.
No quiero dejar pasar la oportunidad de comentar que no existe ni mucho menos consenso entre los hacendistas o entre los políticos sobre la utilidad de estos tributos o tasas, vistos por muchos economistas como meras excusas para incrementar la presión fiscal, con un objetivo puramente recaudatorio. En cualquier caso, merece la pena hablar sobre ellas, y el ‘estado de la cuestión’ de esta materia en España, ante el gran interés que despiertan en muchos ciudadanos.
Breve historia de la fiscalidad ambiental
En realidad, la exacción de tributos ambientales tiene una dilatada historia en los sistemas fiscales de los países avanzados, habiendo aparecido figuras impositivas sobre industrias contaminantes al menos desde mediados de los años sesenta del siglo XX.
En los setenta, con el despertar del sentimiento ‘verde’ en el Mundo desarrollado, el debate sobre estos impuestos fue avanzando en la comunidad académica y en las políticas de los países más preocupados por la conservación del medio ambiente, hasta llegar al importante hito de la Cumbre de Río de 1992, organizada por la ONU, donde se formalizó de manera clara el concepto de ‘quien contamina debe pagar y restaurar’ en el Principio 16 de su Declaración final:
«Principio 16. Las autoridades nacionales deberían procurar fomentar la internalización de los costos ambientales y el uso de instrumentos económicos, teniendo en cuenta el criterio de que el que contamina debe, en principio, cargar con los costos de la contaminación, teniendo debidamente en cuenta el interés público y sin distorsionar el comercio ni las inversiones internacionales.»
A partir de entonces, los países desarrollados, en menor o mayor o medida, han ido aprobando distintos tributos que podemos encuadrar en la categoría de ‘impuestos medioambientales’, siendo los países nórdicos, por poner un ejemplo, los estados más activos en el uso de estas figuras y, dentro de ellos, Dinamarca es un modelo en su masiva implantación.
Situación y debate en España
En España la recaudación por impuestos ambientales viene ascendiendo a unos 21 mil millones de euros en los últimos años, según el INE, lo que viene a representar en torno a un 8% del total de recaudación de impuestos de la economía española.
No es una cifra baladí, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el Impuesto sobre Sociedades recaudó 23 mil millones de euros en 2017; sin embargo, muchos hacendistas y las principales asociaciones ecologistas vienen denunciando que, en términos de porcentaje del PIB, España ocupa el puesto 25 en el ranking de la fiscalidad ambiental de la UE-28.
Las figuras impositivas medioambientales con mayor capacidad recaudatoria son el Impuesto especial sobre determinados medios de transporte, el Impuesto especial sobre hidrocarburos y el Impuesto especial sobre la electricidad, girando por tanto la ‘fiscalidad verde’ sobre el transporte y la producción de energía –grandes, pero no únicos, generadores de CO2 y de otros contaminantes, además de sectores con un uso muy extensivo de la superficie del Planeta.
Greenpeace, SEO/BirdLife, WWF y otras grandes asociaciones ecologistas proponen, en un recientísimo informe titulado ‘Propuestas de fiscalidad ambiental’, incrementar las figuras objeto de tributación e introducir criterios ambientales en los tributos ya existentes. Este informe parte de un enfoque muy ambicioso y pretende introducir un debate en la sociedad, proponiendo figuras tan controvertidas en España –pero plenamente consolidadas en otros países- como un impuesto a las pernoctaciones (‘tasa turística’), a los envases no reutilizables o a actividades que tienen un enorme impacto en la naturaleza (caza, esquí, ganadería intensiva, uso del suelo rústico, etc.).
Como ya hemos comentado al comienzo de estas notas, no existe ni mucho menos unanimidad en el posible nuevo impulso a la fiscalidad medioambiental en España; sin embargo, no quiero dejar pasar la oportunidad de dejar la reflexión sobre que el sistema fiscal debería reducir su dependencia del gravamen sobre el trabajo, muy elevada si la comparamos con otros países de nuestro entorno, para buscar nuevas fuentes de financiación de lo público. Incrementar los impuestos a las actividades contaminantes o con gran afectación ambiental, puede ser una fuente de ingresos para reducir el ‘trabajo-dependencia’ de nuestro sistema fiscal.